viernes, septiembre 09, 2011

Mi Metro cuadrado

Gira constantemente la vida. La siento ahora cercana, que dentro del corazón la sangre fluye con fuerza, que el cuerpo adquiere una vitalidad inagotable. Sí. Hay sintonía conmigo mismo, también con la persona que quiero. Antes gozaba, ahora disfruto. Experimento cambios en mí, pero algo permanece inalterable: esa sensación de que siempre falta algo para estar pleno. Nunca se satisface del todo una necesidad, porque cuando está por saciarse surge otra mayor. Así es la vida, supongo. A veces, es mejor actuar y no cuestionar cada acción como premeditada. Hay que hacerle caso, de vez en cuando, a la voz del propio instinto. De ese modo, se es más fiel consigo mismo, porque se guía por sus propias convicciones y no por las que opina el resto. No sorprende que el mundo se determina por apariencias, por formas de hablar, de vestirse, de convivir. En fin, la cultura construye al ser humano, quien como tal, no se cuestiona dicho amoldamiento, dado que vive el presente, cae en el precipicio del hedonismo y sólo busca adquirir bienes materiales para sentir placer. Lo que deriva en que sea individualista y pierda día a día su capacidad solidaria. Pocos compartes con pocos, y así se acumula la abundancia, el despilfarro acecha y sigue gente muriendo de hambre y frío. En medio de eso me encuentro. Clase media. Media baja o media media. Da lo mismo. Tengo los recursos para subsistir que es lo importante...Todo esto pienso arriba del Metro...

-Levántate hermano-me grita con recelo el sacerdote.
-No lo oigo. Estoy escuchando música.
-Levántate hermano-reitera impaciente el cura.
-Sigo sin escuchar. Además con el ruido del Metro me es más difícil escucharlo.

Hago como que no oigo. Me hago el loco. Prefiero estar sentado en el suelo, que parado en medio de tanta gente. No quiero sentirme parte de un rebaño, aunque ya esté dentro de él. Arriesgo una multa. La pago si es necesario, con tal de viajar mejor, concentrado en mí mismo, en mis sonidos, en mi novela filosófica en mi canción de antaño. Vestido normal sin abrigo en una tarde calurosa en Santiago, el tiempo no tiene cabida. Los segundos transcurren como si nada. Las estaciones pasan, los ruidos también. Soy pasajero de mi soledad en medio de tanta gente. Me siento ajeno. Más solo me siento acompañado.

-Levántese joven. No ve que allí ocupa espacio. Todos vamos incómodos-me dice esta vez con más cortesía.

Finalmente, a una estación de mi bajada, me paro. Lo miro a  los ojos a este anciano de unos 80 años, que seguramente si se lo preguntara, me diría que habla con Dios. Luego de cruzar mirada desciendo del Metro.
Nunca olvidaré esa mira quieta y profunda, de alguien cuya fe es inefable y cuyos deseos carnales reprime. Al fin y al cabo, más vale pensar en uno que en la desgracia ajena que nunca se acaba.